
Bogotá sin conocimiento Público
Por Armando Silva
Si algo caracterizó a Bogotá durante buena parte del siglo XX fue su desconocimiento público, no sòlo en relación con la ausencia de referencias en Europa o los Estados Unidos, sino aún dentro de Latinoamérica. Bogotá, comparada con las grandes urbes del subcontinente, no desarrolló en su construcción física una vida urbana (debemos tener presente que para la primera década del siglo XX ya existía en Buenos Aires el metro como eje de un sistema integrado de transporte masivo), ni en su arquitectura (donde quizá más sobresalía, debido a la presencia de varios factores que jugaron a su favor), ni como urbe que daba abrigo en su construcción a sus innumerables nuevos habitantes con un crecimiento del 7% anual en la década de los sesenta (lo cual sí ocurría en São Paulo, que desde entonces se mostraba como una ciudad vertical con cómoda y generosa infraestructura vial).
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Pero tampoco Bogotá descollaba con una mentalidad urbana en lo creativo, puesto que su literatura continuó siendo provinciana hasta prácticamente la década de los setenta, sujeta al dominio casi total del insigne escritor y creador, recientemente fallecido, proveniente del caribe colombiano, Gabriel García Márquez, que si algo hacía en su grandeza era proyectarnos con la imagen de un país (con su capital) tropical y surrealista, a veces sobrenatural, o en todo caso dominado por fuerzas mágicas que determinan el destino de los hombres sin que medie un juicio racional o alguna intervención desde el saber o la reflexión lógica como alternativa en su desarrollo. Precisamente a esa Bogotá guardada le cantó su más insigne poeta, José Asunción Silva (1865-1896), quien ya había propiciado justamente que la literatura local diese el paso del verso rancio y retórico a uno desprendido de calificativos innecesarios, plenos de belleza y misterio para iniciar, así fuera de modo discreto, uno de los primeros arranques de modernidad literaria y cultural, muy unida a un afrancesamiento que se daba al mismo tempo, inicios del siglo XX , en otras urbes del subcontinente.
Y con las artes visuales sucedía algo similar: mientras en Caracas, en los años cincuenta y sesenta, se desarrollaba el arte moderno de la mano de artistas con amplio reconocimiento mundial y nacían algunas de las grandes colecciones del mercado regional, en Bogotá apenas se cultivaban algunas tendencias de arte moderno y sobresalía, como causa mayor, un arte las más de las veces costumbrista o paisajista o, en algunos casos aislados, contestatario, más interesado en mostrar las contradicciones del sistema político. Si alguien sobresalía ya en los años setenta y ochenta dominando el panorama figurativo, por encima de figuras como Alejandro Obregón con obra decidida de tendencia modernista, era un artista de evidente imaginación e inspiración regional: Fernando Botero, nacido en Medellín. Botero resaltó los iconos religiosos y representó por medio de “dulces imágenes” los conflictos socio-políticos dando más una impresión de visión caricaturesca que de dinamismo, complejidad y contrapoder, manifestaciones estas propias de la potencia del arte moderno y contemporáneo.

Tampoco para ese entonces contaba Bogotá con modernos medios de comunicación como el cine, que contribuía ya desde los años treinta a formar país y a crear mentalidades urbanas, como ocurría en México; por el contrario, en Bogotá se desarrolló, a partir de los años cuarenta –y aún hoy–, la radio, que protagonizaba y fortalecía la tradiciones orales al interior de los hogares, sin convocar, por tanto, al uso de la ciudad física propiciando encuentros en sitios públicos como teatros o cinemas, Interesante observar que Colombia es, dentro de la región, el país con más desarrollo de la radio sobre otros medios como el cine o la televisión: se da el caso único de estrellas del periodismo televisivo que prefieren trabajar en radio antes que en televisión.. Y tampoco, podríamos decir, que Bogotá (como Montevideo y otras capitales del sur) en su experiencia política disponía de partidos con pensamiento civilista que enfrentaran el dominio de las iglesias o de las tradiciones hegemónicas de las castas, los “caciquismos” o los poderes locales nacionales; incluso hasta 1988 los alcaldes de la capital eran nombrados por el presidente de la república, quien a su vez representaba una fuerte tradición regional, antes que verdaderas preocupaciones urbanas1.
Armando Silva