
Nadin Ospina y el verdadero arte contemporáneo
Por Francisco Reyes Villamizar
En materia de arte contemporáneo no hay casi nada nuevo bajo el sol. Y, en verdad, muy pocos “objetos artísticos” de los muchos que hoy se pueden ver y adquirir tienen identidad propia y verdadero valor estético. Casi todo ya está inventado. Si se trata de performances puede uno conformarse con las sugestivas e irreverentes puestas en escena de Gilbert and George de finales de los años sesenta. ¿Instalaciones? Sería inevitable mencionar en el contexto latinoamericano a Felix Gonzalez Torres y sus poéticas extensiones de luces que en los años setenta evocaban añoranzas y recuerdos infantiles de paisajes urbanos de provincia. O para hablar del ámbito anglosajón, los montajes irreverentes de Tracey Emin, como su cama sin tender en medio de un caos apocalíptico, ejecutada a finales de los noventa. Y qué decir del clasicismo de ostentosa contemporaneidad en las esculturas hiperrealistas -monumentales o diminutas-, de Ron Mueck, otro increíble Young British Artist de la misma época que Emin. O, para ir un poco más atrás, nada más contemporáneo que la revolución del expresionismo abstracto de Pollock, De Kooning y Rothko en los años cincuenta.

Gautier Leblonde, Ron Mueck Studio, Woman in Bed, 2006.
O tal vez, sería mejor remontarse al padre de casi todos los artistas llamados “contemporáneos”: el gran Marcel Duchamp, que desde comienzos del siglo pasado escandalizó a todos sus “contemporáneos” con sus exabruptos escultóricos y sus geniales ready mades. Claro que el legado de Duchamp es tan valioso como inquietante. Igual a como sucede con todo gran artista, fundó un movimiento caracterizado por nuevos paradigmas estéticos. Pero, como también suele ocurrir, agotó muchas posibilidades de creación futura debido a su inmensa creatividad.
Y no hay que culpar a tantos artistas, aquí y en el exterior, que intentan sobresalir entre la barahúnda de exposiciones y ferias de las que está plagado el arte contemporáneo. En esta confusión sin horizonte ni límite, los espectadores suelen ser testigos de obras indiferenciables y sobre todo, carentes de valor estético o de cualquier grado de trascendencia. Hay de todo como en botica: Abstracción pura, lírica o geométrica, instalaciones, representaciones descomedidas e insolentes hechas para escandalizar u obras puramente decorativas que solo satisfacen el gusto de los esnobistas de turno. Obras repetitivas, dotadas de escasa originalidad y que, con frecuencia, mimetizan la falta de destreza pictórica, bajo el ropaje de un arte conceptual de dudoso valor.
Por desgracia, Colombia no ha sido la excepción a estas tendencias tan poco halagüeñas. Como resultado de la proliferación de escuelas y de oportunidades comerciales para los artistas, cada vez nos encontramos con esta clase de “charlatanes” dotados de una paleta colorida y abstracta o de un concepto a fuerza de intentar la irreverencia acaba por no convencer.
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Pero hay quien compre y, peor aún, no faltan los que se encargan de promover las nuevas promesas que, conforme rezan los conocidos artificios mercantiles, habrán de glorificar el arte colombiano del mañana.
Por fortuna hay notorias excepciones como el caso del maestro Nadín Ospina. A diferencia de muchos diletantes “contemporáneos”, su obra se caracteriza por la profundidad de sus conceptos, la perfección en la ejecución y la seriedad de las investigaciones que anteceden a su trabajo. Basta echar un vistazo a su exitosa trayectoria para verificar la coherencia y rigor que son patentes en las diferentes series que ha producido a lo largo de su fructífera carrera.
No ha sido por azar que sus maravillosas reinterpretaciones del arte precolombino han tenido gran relevancia aquí y en el exterior. Su aproximación plástica, cargada de finas ironías, no es sino una descarnada crítica de los procesos de transculturización a que se han estado sujetas las sociedades latinoamericanas. Sus esculturas que ostentan la simbiosis entre la iconografía de las tribus precolombinas y los dibujos animados de Disney y otros caricaturistas norteamericanos del siglo pasado son también, a su manera, exponentes del trompe l’oeil. El espectador se enfrenta, en efecto, a una obra engañosamente precolombina, pero cuando se acerca y observa detenidamente, descubre que se trata de íconos transfigurados. Las esculturas así concebidas se convierten en elocuentes muestras de un hibridismo engendrado a partir de influencias culturales extranjerizantes.

Lo propio ocurre con sus sugestivas obras inspiradas en los juegos escandinavos del Lego. En ellas se percibe una preocupación estética e intelectual por el menosprecio y la subvaloración que las llamadas sociedades “occidentales” suelen demostrar en relación con la cultura latinoamericana.
Pero la obra de Nadín Ospina no se agota en esta serie de figuras falsamente precolombinas o de Legos demostrativos de la violencia “innata” de los latinoamericanos. Abarca también muchos otros experimentos de significativo valor estético, en los que se aprecian sus aproximaciones críticas y sus cuidadosas exploraciones en ámbitos variados de la pintura, la escultura y los medios audiovisuales.
Alguien decía, con razón, que, conforme a las reglas de la etimología, todo artista ha sido “contemporáneo” en su época. Pero es cierto también que para ser merecedor de ese título en la época actual, se requiere ser el autor de un trabajo artístico coherente, único y estéticamente contundente, como lo es la obra de Nadín Ospina.
Nadín Ospina, Mickey Mouse
